31 julio 2005

17/07 Santillana del Mar

El domingo dejamos nuestra primera posada y salimos hacia Santillana del Mar. Habíamos pillado una oferta muy buena: por poco más de lo que costaba una habitación normal, íbamos a estar en un hotel de cinco estrellas, como señores. Pero no habíamos podido cogerla para el fin de semana; por eso lo demoramos un par de días.

Nuestra intención inicial era coger la habitación, dejar las cosas y pasar el día en Santander. Si embargo, una vez en Santillana decidimos dejar la capital para el día siguiente y quedarnos allí.

Santillana es una villa medieval fundada en el siglo X junto al monasterio de Santa Juliana, de cuyo nombre latino deriva su nombre (Sancta Iuliana -> Santillana). Posteriormente, en el siglo XII, el monasterio fue sustituido por una Colegiata, que es actualmente su monumento más destacado. El cambio se hizo por motivos políticos: una colegiata está regida por canónigos, lo que le daba mayor independencia del obispado.

La Colegiata está en la plaza, un tanto elevada frente al resto de la villa. Es un edificio muy grande y bonito, tanto por dentro como por fuera. Tal vez lo más reseñable sea su claustro románico, con capiteles historiados que van explicando mediante una grabación que se oye por los altavoces; un método un tanto ganadero, pero efectivo. Bueno, toda la Colegiata es románica, salvo algún desafortunado añadido.

Otro edificio destacable es el antiguo convento de Regina Coeli, actual museo pontificio. Se entra con la misma entrada de la Colegiata y tiene una colección, en mi opinión, mucho más interesante de lo habitual en un museo de estas características. Me llamó mucho la atención un Cristo Pensante, por lo original. Es una talla de Cristo desnudo, con todo el cuerpo llagado (tal vez tras la flagelación), sentado en actitud pensativa.

Entre las muchas tallas del museo había bastantes de San Roque. En la mayoría estaba junto a un perro, y en todas llevaba la túnica remangada para mostrar una herida en el muslo. Pero ni Raquel ni yo conocíamos la historia del santo, así que ignorábamos la razón. Hasta que encontramos otra talla en la que dos perros lamían las heridas de las piernas del santo, de donde extraje la deducción que expliqué a Raquel: "Ah, es que a San Roque le salían llagas en las piernas y venían los perros a lamérselas, por eso eran así las otras tallas". Y, tras leer la plaquita que había al lado, añadí: "Y por eso pone aquí que éste es San Lázaro". Momento tonto del día y la pobre chica ahogada de risa durante varios minutos.

Otra cosa que nos llamó la atención en el museo fue una sala que tienen dedicada a Teresa Peña, una pintora cántabra del siglo XX que nos gustó bastante. Por lo general, los pintores religiosos contemporáneos son bastante blandengues, pero ésta era muy expresiva y tenía un estilo muy personal. Tanto que luego vimos algún otro cuadro suyo en otros sitios y la reconocíamos al instante.

Además de estos edificios singulares, todo el casco antiguo de Santillana es semipeatonal, con todas las calles empedradas y las fachadas de los edificios igualmente de piedra. Además, todos los letreros de los establecimientos públicos son de forja, incluso los de aquellos que suelen tener carteles estándar, como la sucursal del BSCH o la Administración de Lotería. Esto hace de Santillana una villa eminentemente turística y con un cierto aire de decorado cinematográfico. Aunque, como es habitual en el norte, busca un turismo de cierta calidad. Casi no hay bares de marcha y, por ejemplo, al lado del hotel hay una "enoteca" donde sirven una buena variedad de vinos juntos con unas raciones bastante escogidas. Esto lo sé porque entramos, claro, y nos tomamos unos vinos con mousse de foie de oca.

Aparte de eso, no nos excedimos en las comidas. A mediodía, un menú normal, en el que aproveché para probar el cocido montañés. Y, para cenar, sendas sartenadas, que son parecidas a los huevos rotos que se sirven en otros lugares. Bastante bien.

Después de cenar ya nos fuimos a dormir. El hotel Casa del Marqués es pequeño, unas 15 habitaciones. La nuestra estaba en el segundo y último piso, conque estaba abuhardillada. Por los ventanales del techo entraba tanta luz que, cada vez que salíamos de la habitación, me daba la impresión de que nos dejábamos alguna luz encendida. Esto era especialmente cierto en el espectacular cuarto de baño, en el que Raquel quería quedarse a vivir. Pero no lo hicimos.

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