El viernes quedamos para comer con los ex-compañeros de Raquel. Ella estuvo cuatro años trabajando en una universidad de París (París VI, Pierre & Marie Curie), en un departamento de Química. Y claro, sigue habiendo amigos suyos allí, conque teníamos que verles. Una cuadrilla de parásitos: en lugar de dedicarse a cosas útiles, como salir en los programas del corazón o participar en Operación Triunfo, se pasan el tiempo haciendo experimentitos a costa del contribuyente.
La universidad está en Jussieu, en pleno Barrio Latino; de hecho, ocupa la torre de Jussieu, el tercer edificio más alto de París (tras la Torre Eiffel y la Torre de Montparnasse). Eso sí, es bastante más fea que las otras dos. Mucho más fea.
Antes de ir hacia allí estuvimos por las dos islas, la de San Luis y la de la Cité. Son dos islas fluviales, en medio del Sena, muy cercanas la una a la otra. París se originó en estas islas; en tiempos de los romanos, cuando aún era Lutetia, sólo ocupaba la isla de la Cité.
Hoy día, la isla de San Luis es el barrio más caro de París. Más caro que los Campos Elíseos. Allí está el piso donde vivían la infanta y Marichalar "como una pareja más". Perdonad que ponga la frasecita: es que creo que, pese a los denodados esfuerzos de tantas y tantas personas, no se ha inventado todavía otra más ridícula en toda la historia de la Humanidad. Es bastante pequeña, se recorre a pie en un rato, y desde luego el vecindario es precioso. Hay bastantes tiendas de regalos, no tan caras como se puede uno imaginar, y con género meritorio. Más buen gusto que ostentación.
La isla de la Cité, comunicada con la de San Luis por un pequeño puente, es como os decía antes el origen de París; de ahí su nombre. Sin ser inmensa, es bastante más grande que la de San Luis. Es bastante turística porque aquí está la catedral de Notre-Dame. Que, como siempre, estaba en obras, aunque con menos andamios que otras veces. Los parisinos han tenido el buen gusto de no rodear la catedral con edificios que la tapen; sólo a uno de los lados hay edificios bajos, aunque con una calle de por medio. Al otro lado está el río y tanto delante como detrás hay jardines, así que ofrece una buena vista desde cualquier flanco. En cuanto al interior... la verdad, no estoy seguro de haber entrado nunca. En cualquier caso, esta vez sólo anduvimos un rato por los alrededores, nos hicimos un par de fotos y nos marchamos, porque se nos hacía tarde.
Por cierto; la vista de París a través del Sena, desde la isla de la Cité, es para no perdérsela. Lástima de la horrenda torre de Jussieu, que estropea el panorama. Y hacia allí nos dirigíamos.
Ya había estado alguna vez en el laboratorio de Raquel, así que conocía a bastante gente. No estaba su amiga Valérie porque se había tenido que quedar en casa cuidando a sus gemelos, que estaban enfermos. Desde que se fue Raquel, hace un año, ha habido epidemia de gemelos en el laboratorio; aparte de Valérie, también tuvo gemelos Cyrille (que, pese al nombre, es un chico). Cyrille sí que estaba por allí, y se vino a comer con nosotros. Además, vino Nati, una chica de Granada a la que ya conocía de otras veces, María, otra chica canaria que cogió el contrato de Raquel cuando ella volvió a España (por tanto, la conocí en ese momento) y Bernard, un técnico del laboratorio casado con una española y que habla bastante bien nuestro idioma. Sí, hay muchos españoles en París.
Nos llevaron a un restaurante italiano cercano, pequeño, con poca carta, pero bien puesta. Allí me di cuenta de lo mal que lo tiene que estar pasando la pobre María; en algo más de un año que lleva, aún no ha aprendido a hablar francés y sigue odiando la comida francesa. Ya sé que el restaurante era italiano, pero a ella le parecía comida francesa. La carta tenía doce o catorce platos, de los que a ella le gustaban... cero. Y no es que tuvieran cosas raras, o que a la chica no le gustara la pasta. Ésta es una breve lista de las cosas que no le gustaban y por las que no podía elegir ningún plato:
- berenjenas
- crema fresca
- mantequilla
- verduras (sí, en general)
- vino blanco
- ciruelas
Había unas cuantas más, desde luego. Jo, y me quejo de que a Raquel no le gusta nada. Entre el camarero y todos los demás que estaban con nosotros intentaban buscar qué plato podían hacerle para que comiera. Digo "los demás" porque yo, lo siento mucho, pero no aguanto a esta gente con tan poca capacidad de adaptación. Así que me mantuve aparte, me callé y esperé a ver si arreglaban algo. Al final, le hicieron un plato de pasta con tomate y un poco de queso por encima, y a correr.
Durante la comida me di cuenta de que mi francés cada vez es peor. No entendía casi nada de lo que decía Cyrille. Por suerte, estaba en la otra punta de la mesa y los que había a mi lado hablábamos en castellano. Tendré que ponerme un poco las pilas. Claro que, en este viaje, llevaba a Raquel de intérprete, conque no necesitaba mucho el idioma.
Después de comer, los demás volvieron al trabajo y Raquel y yo nos fuimos a ver el jardín botánico, que está al lado de Jussieu. No es nada del otro mundo, pero a mí me gustan mucho este tipo de jardines. Sobre todo, si tienen buenos árboles. Hay uno en el lago Constanza que pude visitar hace un par de años, fabuloso. Ocupa toda una isla que, de hecho, se llama "la isla de las flores", pero lo mejor es el arboretum. Maravilloso. El de París, en cambio, es más sencillito, aunque tiene una cierta extensión. Fuimos andando por él hasta la estación de Austerlitz, a la salida del mismo. Y decidimos, en lugar de coger el autobús hacia algún otro sitio, volver a Jussieu andando y coger el bulevar Saint-Germain hasta la iglesia de Saint-Germain-des-Prés.
Seguramente hay muchos edificios más bonitos en París, pero ése es mi favorito, no sé por qué. Además, al lado, en la plaza del mismo nombre, había un mercadillo navideño bastante bonito. Lo recorrimos, pero no compramos nada.
Luego estuvimos mirando por los alrededores porque en esa zona hay muchos clubes de jazz y quería ir a uno esa noche. Localizamos uno en el que esa noche tocaba un grupo de jazz manouche, el estilo fundado por Django Reinhardt y Stéphane Grapelli hace sesenta años. Jazz tocado sobre todo con guitarras acústicas, con bastante swing e influencias gitanas; por algo Django era gitano. Así que ya teníamos garito para la noche.
Mientras hacíamos tiempo para cenar, a Raquel se le ocurrió ir a la Torre Eiffel. Pues venga. Cogimos un autobús y para allá que nos fuimos.
Claro que la espera fue un poco castigadora. La parada del autobús estaba justo enfrente de "La maison du chocolat", una de las muchísimas tiendas de chocolate que hay en París. La verdad, no entiendo cómo las francesas son tan lánguidas y están tan flacas; con esas tiendas, es para atiborrarse de chocolate y olvidarse del resto del mundo. Pero nos contuvimos.
Era la primera vez que visitaba la Torre de noche. Claro que no tenía mucho mérito, porque a las cinco ya era noche cerrada. Para quienes no hayáis estado nunca, os diré que la Torre Eiffel está en medio de los Campos de Marte; es decir, en medio de una explanada, con lo que resulta todavía más impresionante. Además, había nubes bajas y apenas se veía la punta, pese a estar toda iluminada. Claro, estaba llena de vendedores de souvenirs, pero no eran muy plastas.
Cruzamos el Sena, que está justo detrás de la Torre, para subir hasta el Trocadero. Desde allí, como está en alto, hay una vista muy buena de la Torre. Además, dieron entonces las seis y pudimos ver el numerito que montan a las horas en punto. Han llenado la Torre de bombillitas dispersas y, durante diez minutos, apagan las que recorren su silueta y encienden las otras de forma intermitente y aparentemente caótica, con lo que parece que están electrocutando la Torre. Simple y chorrón, pero resultón.
Cuando nos cansamos, cogimos otro autobús de vuelta a Saint-Germain-des-Prés y buscar un sitio para cenar. Por cierto, colarse en el autobús es lo más fácil del mundo en París. Si llevas abono no hace falta pasarlo por la maquinita; teóricamente, hay que enseñárselo al conductor, pero nadie lo hace. Así que puedes entrar sin billete y nadie te dice nada. Y no, no hay mucho peligro de que pase un revisor. Dice Raquel que en sus cuatro años en París, y mira que ella cogía el autobús siempre que podía, sólo ha visto un revisor una vez. Es curioso, pero las tres únicas veces que recuerdo haberme colado en el autobús ha sido fuera de España. Una fue en París, pero en otro viaje, porque esta vez llevaba abono.
Habíamos pensado en ir a comer cus-cús el sábado, pero se nos ocurrió cambiarlo por la cena de ese mismo día. A Raquel le encanta el cus-cús y yo estoy harto de ir con ella a comerlo aquí en España y luego tener que aguantar sus quejas todo el día porque no se lo dan a su gusto. De manera que teníamos que aprovechar que allí, sí. Sólo teníamos que encontrar un restaurante de la morisma, cosa bastante fácil en París.
Empecé a acordarme de otro día, hace muchos años, en Ginebra, cuando necesitábamos un banco y no encontrábamos ninguno. En la ciudad con mayor densidad de bancos por metro cuadrado del mundo. Pues en los alrededores de Saint-Germain-des-Prés nos estaba pasando lo mismo. Estaba lleno de restaurantes, pero ninguno árabe. Eso sí, encontramos un callejón precioso, de esos que salen en las películas, donde está la Casa Catalana. Los catalanes que leáis esto podéis estar orgullosos del sitio que han elegido. Pero sólo vimos un sitio donde anunciaban cus-cús y no nos hizo mucha gracia. En la puerta ponía "Cous-cous, paëlla" (en francés, paella se escribe con diéresis en la e para que no hagan diptongo). Es decir, que lo mismo hacen una cosa que otra, lo que quieren es que entren los turistas. Y, claro, tenían a un tipo en la puerta de reclamo. Nada, mal rollo.
Al final, después de tomar una cerveza en un irlandés en el que nos machacaron con una música espantosa (MTV en horario baboso), Raquel decidió que fuéramos hacia Saint-Michel, que está cerca, y lleno de sitios que ella conocía. El bulevar Saint-Michel, en efecto, es perpendicular al Saint-Germain y ya me había llevado otro día a comer cus-cús, con buenos resultados. Aunque me cagué en la madre del que inventó el picante que ponían para el cus-cús.
Esta vez aterrizamos en el restaurante adyacente al de la otra vez. Por nada en especial; tal vez porque era el único sin reclamo en la puerta. Y nos pusimos morados. Pero a reventar, oye. Además, como no pedimos vino, la cuenta no subió mucho. En cierta ocasión oí a alguien decir en la tele que, cuando dos personas salen a cenar en Francia, pagan la cuenta de tres; el tercero es el vino. Y es cierto, es carísimo. En cambio, la comida en sí tiene un precio razonable. Comparada con otras cosas, incluso barato.
El problema fue que, al salir, Raquel casi no se podía mover de lo llena que estaba, conque decidimos volver al hotel y dejar lo del club de jazz para otro día. En realidad, para otra visita, claro, pero yo también había fastidiado la salida un par de días antes, así que no podía quejarme. Al menos, me había vengado del mísero bocata del día anterior.
18 diciembre 2003
12/12 Con los parásitos
Etiquetas:
París,
plasto-serie
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario