09 septiembre 2003

28/8 Los artistas y los inmigrantes

(Sexto capítulo de la plasto-serie; ya queda poco)

Nuestro plan para hoy consiste en recorrer una zona poco monumental, pero llamativa en conjunto: el Village y el SoHo.

Nueva York es conocida, sobre todo, por los rascacielos de Manhattan. Sin embargo, no todo el suelo de la isla es apto para construirlos. Se necesita un suelo rocoso que sólo se encuentra en dos zonas: el Lower Manhattan (la punta sur de la isla, donde se fundó Nueva Amsterdam) y el Midtown. La zona que visitamos hoy está entre esas dos y, por tanto, está compuesta por edificios de poca altura.

Greenwich Village, llamado también West Village o el Village a secas, era la zona de los artistas. Está llena de historia y por todas partes te encuentras con la casa donde vivía fulanito, el pub donde menganita escribía sus novelas o la librería donde zutanito se encontraba con sus amigos. El barrio acabó encareciéndose mucho y los artistas, que no se distinguían por su solvencia económica, acabaron yéndose. De todos modos, el barrio no ha perdido su encanto ni su vida. Nos llamó la atención el montón de tiendas interesantes que hay, y que casi ninguna abre hasta mediodía. Y las tiendas, pubs, restaurantes y demás siguen teniendo buenos precios.

Después bajamos hacia el Soho. Como el Village, está al oeste de Broadway. Ambos barrios están separados por West Houston Street (SoHo = South of Houston). En efecto, el Soho de Nueva York no tienen nada que ver con el de Londres, pese a la casual coincidencia de nombres.

En el soho solían vivir muchos actores pero, al igual que pasó con el vecino Village, se encareció, así que se fueron un poco hacia el sur, a otro barrio cuyo nombre es otro acrónimo: TriBeCa (Triangle Below Canal, porque se encuentra al sur de Canal Street). Tribeca, en efecto, es también el nombre de la productora de cine de Robert DeNiro, neoyorquino de pro.

El Soho todavía tiene más tiendas que el Village, pero son, en general, más caras. De todos modos, es una buena zona para ir de compras, con mucho encanto.

Nuestro recorrido por el Village giraba en torno a la 6ª avenida, que lo atraviesa. El edificio más destacado es el curioso Old Jeff (su nombre completo es Jefferson Market Courthouse), un antiguo juzgado de color rojo con una llamativa torre cilíndrica, con su reloj y todo. Aparte de él, es más un barrio con encanto en el que es difícil destacar casas concretas. Tal vez la zona más bonita sea la que rodea Washington Square, especialmente Washington Mews.

Bajando desde Washington Square por Thompson Street, donde no hay una, sino dos tiendas dedicadas exclusivamente a vender juegos de ajedrez con todas las formas imaginables, llegamos al Soho. Houston Street marca el inicio de la numeración de las calles, así que volvíamos a tirar de mapa (en el Village hay una mezcla de calles nombradas y numeradas). Nos hicimos nuestro recorrido e incluso entramos en bastantes tiendas. En una de ellas, Raquel compró dos pares de zapatillas megahorteras, uno para ella y otro para Nu. Tienen forma de zapatillas de deporte, pero son transparentes. Una caña.

Como no teníamos ganas de volver a pisar Canal Street, no llegamos hasta Tribeca, aunque suponemos que es otro barrio residencial parecido al Soho. Tal vez con menos tiendas.

Volvimos hacia el West Village para buscar un sitio donde comer. Habíamos visto un montón de restaurantes japoneses, conque pensábamos ir a uno de elllos. Al final, entramos en uno que no parecía mucho más barato que los de España (raro, aquí los japoneses están tirados de precio), pero nos había gustado. Luego descubrimos el motivo del precio: cada pieza costaba casi igual que en España, pero abultaba el triple. Unos zoquetes de sashimi que casi parecían un pez entero. Abundante, de acuerdo, pero no bueno. El sushi depende muchísimo del corte. En fin, nos lo tragamos, pero nos hicieron hartarnos de comida japonesa por una temporada.

Después de comer cruzamos Broadway y nos adentramos en el East Village, la parte más barata, pero con menos gracia, de Greenwich Village. Pronto nos dimos cuenta de cómo era el barrio: en Lafayette Street, paralela a Broadway, hay un antiguo edificio de viviendas de lujo, con columnas neoclásicas, llamado Colonnade Row. Hoy día, da grima verlo.

De todos modos, también hay algunas cosas que merecen la pena en el barrio. No muy lejos de Colonnade Row, en Astor Place, hay una enorme estatua de un cubo apoyado sobre un vértice que, pese a su tamaño y peso, gira si la empujas. A su lado está el edificio más destacable de la zona, en mi opinión: Cooper Union, una escuela que se fundó hace siglo y medio para ofrecer enseñanza gratuita de calidad, y sigue haciéndolo, aunque hoy día hay tortas por ingresar en ella. Y un poco más abajo está la única calle del East Village que recuerda a las del West, St. Mark's Place (en realidad, la calle 8). Llena de tiendas curiosas y con mucha gente joven.

Como digo, el East Village está muy deteriorado en general, lo que hace que el precio de las viviendas sea bajo. Por tanto, hay muchos inmigrantes. Aquí podemos encontrar zonas como Little India e incluso Little Ukraine. Little India está llena de restaurantes indios baratos. No sabría decir qué atractivo puede tener Little Ukraine.

Ya estábamos bastante cansados, de modo que decidimos ir a sentarnos un rato al único parque del East Village, en Tompkins Square. Dejando aparte Central Park, los parques de Manhattan son bastante pequeños, salvo en el norte donde hay algunos un poco mayores. Pero ninguno es tan deprimente como éste. La continua circulación de lecheras de la policía no ayudaba a levantar nuestro ánimo, de modo que acabamos yéndonos hacia algún café del West Village para animarnos un poco.

Finalmente, nos quedamos a medio camino, en Union Square, que también tiene un parque. Union Square está entre las calles 14 y 17, y entre Broadway y la 4ª avenida, que aquí se converte en Park Avenue South. Hasta este momento sólo la conocíamos bajo tierra, pues es la estación de la línea L que nos lleva a casa de Pilar. En realidad, habíamos visto la superficie un rato antes, porque es aquí donde habíamos iniciado nuestro recorrido matutino. Esperábamos encontrar algún kiosko con mesitas en el parque de la plaza, como ocurre en muchos otros, pero no lo había, de modo que terminamos en un Starbucks de la misma plaza.

Como aún teníamos mucha tarde por delante, se me ocurrió ir a ver si ya estaban mis partituras en Chas Colin. Después de tomarnos los cafés y descansar un poco, cogimos el metro hasta el almacén donde, efectivamente, las tenían preparadas. Me dijeron que me habían llamado a casa un rato antes pero, claro, no había nadie.

Y con esto ya volvimos a casa para no cansarnos demasiado. Esa noche, Pilar nos iba a llevar a cenar langosta, lo que hacía bastante ilusión a Raquel, que no la había probado nunca. El marisco es barato en esta parte del mundo, especialmente la langosta, porque en la vecina Nueva Inglaterra se coge en abundancia y de buena calidad.

Al rato de llegar a casa llamó mi prima. Que, en vez de venir a recogernos, mejor quedábamos en Manhattan. Que el sitio estaba cerca de Union Square, podíamos quedar en un Starbucks que había...

¡Qué casualidad! Le dije que sin problemas, que precisamente habíamos estado allí hacía un rato. Así que íbamos a sacar a Lola y luego iríamos hacia allí, de ocho a ocho y cuarto. Desde luego, Murphy estaba de vacaciones en este viaje.

Saqué a Lola yo solo, porque Raquel estaba cansada y no tenía ganas de salir. Pero no sé qué le pasaba al pobre bicho; el caso es que llegamos hasta la puerta de un pub a veinte o treinta metros de casa y se quedó clavada. No había forma de que siguiera adelante. Así estuvo unos minutos hasta que dio media vuelta y se volvió a casa. Parece que no tenía ganas de pasear, lo que es raro, porque siempre que llegamos por la tarde está histérica, después de tantas horas sola en casa. A lo mejor se le hacía raro estar conmigo y sin Raquel.

Bueno, volvimos a subir y decidimos que era mejor si llegábamos pronto al Starbucks; al fin y al cabo, nosotros somos dos y nos hacemos compañía, mientras que Pilar llegaría sola.

Y vaya si nos hicimos compañía. Hasta hartarnos. Pasaban los minutos y Pilar no aparecía. Ya eran casi las nueve y decidí ir a buscar una cabina para llamar a casa, a ver si había tenido que volver directamente (raro, habría pasado a recogernos porque le pillaba de camino) o, más probable, algo la había retenido y había dejado recado a Georgina. Nada, no había nadie en casa. Móviles, dónde estáis cuando uno os necesita. De todos modos, sabíamos que los jueves suele tener clase de 7 a 9, aunque hoy no, conque decidimos esperar hasta las nueve y media por si acaso. Dieron las nueve y media y nada. De modo que nos fuimos porque, al fin y al cabo, teníamos que cenar en algún sitio. Hice una última llamada y... premio. Pilar estaba en casa. Que dónde nos habíamos metido, que nos había estado esperando hasta las nueve y diez. Difícil, porque el local no era muy grande y lo había recorrido varias veces buscándola. Al final, se desfizo el entuerto: resulta que hay otro en la esquina opuesta. El parque nos impedía verlo y ella pensaba que era el único de la plaza. Y, claro, como le había dicho que lo conocía, no me dio la dirección exacta. Murphy, hijo de la gran puta, te lo habrás pasado bien a nuestra costa.

Pilar había tenido que anular la reserva en el sitio de las langostas, conque volvimos al barrio y acabamos yendo a un restaurante francés que ella conocía. Curiosamente, nuestra camarera resultó ser madrileña. Y, bueno, como bien está lo que bien acaba, cenamos bastante bien y nos reímos con la confusión anterior. Eso sí, la langosta de Raquel iba a quedar para el día siguiente.

Por cierto: me reafirmo en que no hay pandilleros en Williamsburg (esto no es el Bronx, al fin y al cabo), pero sí raperos. Son como los makineros de España, esos que van por ahí con las ventanas del coche bajadas y el chumba-chumba a todo trapo, pero en coches enormes y con hip-hop o lo que sea. El premio se lo lleva un homínido al que hemos visto esta noche varias veces. Lleva un carro inmenso, supongo que para poder meter el equipo de música con el que va atronando y cuyos bajos se oyen a unas diez manzanas. Pero sólo lleva grabadas la caja de ritmos y el synth-bass: él mismo va largando por un micrófono. A lo mejor se considera a sí mismo un poeta urbano dedicado a su misión de difundir su arte, te guste o no. Por fortuna, no se le entiende un pijo y la gente le ignora.

No hay comentarios: