10 septiembre 2003

30/8 Vuelta a casa

(Fin de la plasto-serie; prometo que las siguientes entradas serán más cortitas)

Todo tiene su final, y nuestras vacaciones no iban a ser la excepción. En realidad, iba a haber bastante movimiento en la casa: Raquel y yo nos volvíamos a España; Pilar, Georgina y Lola se iban a pasar el fin de semana en el campo, y unos amigos de Georgina (Cristina, Georg y Sebastian) venían a la casa. Cristina es colombiana y Georg, alemán. Sebastian es su hijo, creo que tiene un año. Están de obras en su casa y van a refugiarse unos días mientras les cambian el suelo. ¿He dicho ya que es muy difícil encontrar un día en que Pilar y Georgina no tengan gente invitada en casa?

Ya no íbamos a hacer visitas por la ciudad, de modo que nos levantamos un poco más tarde que otros días, a las nueve. Desayunamos y nos despedimos de nuestras anfitrionas, porque vinieron sus amigos a buscarlas. En fin, ya sabéis cómo funciona esto: besos, abrazos, buaaa, no te vayas... Sólo espero, cuando tenga invitados en mi casa, portarme con ellos tan bien como ellas.

Georgina me dijo dónde colgaban la llave de las visitas. No se puede abrir la puerta de la calle desde el portero automático, hay que bajar. Así que ellas tienen unas llaves colgadas de un clavito junto a la ventana y se las tiran al que viene. Eso tendríamos que hacer cuando llegaran sus amigos.

Amigos que no tardaron mucho. Aún estaban Pilar y Georgina en la calle cuando llegaron. Eran muy majos y Georg habla bastante bien el castellano, así que estuvimos charlando con ellos, sobre todo de las cosas de Raquel, porque él también es científico (físico).

Antes de marcharnos, Raquel quería comprar chai para su madre. El chai es una especie de té oriental que se ha puesto de moda y que suele prepararse con leche de soja. Pilar nos hizo un día y a Raquel le encantó. De manera que bajamos a una tienda que nos había dicho mi prima y en la que tenían muchas más cosas; entre otras, un juego de golf para practicar en casa. Desde que se jubiló, el golf se ha convertido en el pasatiempo favorito de mi padre (quién se lo iba a decir), así que se lo compré de regalo.

A las dos y cuarto vino a buscarnos el taxi. Nuestro avión salía casi a las seis, pero preferíamos ir con tiempo por si se ponían tontos con los controles de seguridad. Además, ya no teníamos nada que hacer.

El taxi no era uno de esos amarillos que van por Manhattan. Ni siquiera llevaba luces de taxi. Era un Lincoln Continental, uno de esos coches enormes que se ven por esta ciudad. No, no era una limusina, aunque no son mucho más caras. Una limusina es más barata que dos taxis y pueden caber hasta diez personas dentro, conque muchas veces sale a cuenta.

El conductor era hispano y llevaba puesta una emisora de radio en español, conque entendía nuestro idioma; sin embargo, no dijo una palabra en todo el trayecto. Llegamos a la terminal 3 y vi que, en lugar de dejarnos en la parte inferior, subía por una rampa al piso de arriba. Y a mí me había parecido ver que el piso superior era sólo para los de primera. En fin, él sabría más, seguro que había hecho muchas veces el recorrido. Le pagamos (se largó inmediatamente sin siquiera esperar la propina, tal vez era autista) y entramos en la terminal.

Yo tenía razón. Ahí sólo facturaban los de Business. Y no se podía bajar por ningún sitio. Conque pregunté a una chica de un mostrador y ésta, viendo que no había más gente esperando, nos facturó el equipaje allí mismo. Luego pasamos el control de seguridad, donde comprobé que Raquel tiene más cara de terrorista que yo, porque a ella le hicieron descalzarse y a mí no. Y bajamos hacia la puerta de embarque.

Por el camino pasamos junto a unas paredes de cristal por las que veíamos a los demás viajeros de clase Turista intentando facturar. Unas colas inmensas. No sé, quizás nuestro taxista era más listo de lo que parecía.

Bueno, ya sólo nos quedó recorrer las tiendas, lo que aproveché para comprarle una camiseta a mi hermano, y esperar tranquilamente a que saliera el avión. Adiós, Nueva York.

Durante el vuelo me fui leyendo los mega-tochos de la Patrulla X que le había cogido prestados a mi prima. En total, unos 100 números regulares, iba a tener entretenimiento para bastante tiempo. Y pudimos ver nuestra primera película desarrollada en Nueva York después de conocer la ciudad, así que reconocíamos todo. Nos pusieron "Abajo el amor", una comedia estilo Rock Hudson y Doris Day, pero hecha hoy día como si fuera entonces. Al principio sale el edificio de MetLife aún con el letrero de PanAm, supongo que para meter al espectador, en la época (fallo: el rascacielos de PanAm se construyó en 1963 y se supone que la peli se desarrolla en 1962). Por lo demás, es bastante entretenida.

Llegamos a Barcelona a la una y media de la mañana, hora de Nueva York. Pero, claro, eran las siete y media locales. Ya era de día, no había dormido y tenía que conducir hasta Madrid. Lo pasé fatal para no dormirme al volante.

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