03 septiembre 2003

23/8 El día más largo

(Inicio de la plasto-serie sobre mi viaje a Nueva York)

Salimos de Barcelona a las 10,40h. Eso significa que teníamos que estar en el aeropuerto antes de las nueve, para evitar problemas. Por tanto, despertador a las siete de la madrugada.

Ya se sabe que estos trastos tienen vida propia, de manera que decidió sonar a las siete menos cuarto. Raquel, como es su costumbre, se levantó de inmediato, revitalizada sin duda por la cara de sueño que yo tenía. Seguro que llevaba despierta desde tres horas antes.

El que, misteriosamente, aún no había amanecido, era mi padre. Al parecer, confiaba en que nos levantáramos por nuestra cuenta y le hiciéramos mover una vez estuviéramos listos para llevarnos al aeropuerto. Y así fue.

Salimos de casa antes de lo previsto y llegamos al aeropuerto sobre las ocho y media. Primer problema: ¿cuál de las tres terminales era la nuestra? Está claro que Murphy no se levanta tan temprano en sábado, porque en seguida vimos un cartel ante la puerta de la primera terminal, con los anagramas de todas las aerolíneas que operaban desde ella. Y una de las poquísimas cuyo nombre estaba escrito en letras suficientemente grandes como para que yo pudiera leerlas desde el coche era Delta, la nuestra. Abajo.

Raquel y yo fuimos directamente a facturar, mientras mi padre intentaba aparcar. Aquí hizo Murphy un débil intento y consiguió que nos sacaran de la cola para hacernos abrir todo el equipaje. Lo cierto es que fueron bastante amables y, al menos, pasamos un rato entretenido.

Después de todo el proceso, facturamos y fuimos hacia la cafetería donde habíamos quedado con mi padre. Perfecta sincronía: en ese preciso instante volvía de aparcar. Desayunamos los tres juntos y luego cada cual se fue a lo suyo.

Raquel y yo paramos en el duty-free a comprar drogas varias para Pilar (Ducados y vino), y de allí seguimos hasta el avión.

Durante el vuelo nos tocó un azafato que hablaba español, así que estuvimos muy bien atendidos. Raquel sólo se quejó un poco porque no se llevó un vaso usado (supongo que se olvidó). A cambio, parece que le gustó que, al hacer la reserva, le pidiera menú sin lácteos.

Otro detalle interesante fue que teníamos las películas en inglés y en español, a elegir. Español de España, por cierto. Nos tocaron "Se montó la gorda", con Steve Martin y Queen Latifah (entretenida, la están dando ahora en los cines españoles) y una gilipollez con un presunto cómico llamado Chris Rock que en España nunca ha tenido el más mínimo éxito pero, misteriosamente, en Estados Unidos sí. Aparte de eso, terminé de leer "Harry Potter and the Order of the Phoenix" y Raquel durmió un poquito.

Llegamos a Nueva York con adelanto sobre el horario previsto, por lo que tuvimos que esperar un rato a que llegaran los de Inmigración para pasar el control de pasaportes. Por cierto: Delta llega a JFK, terminal 3, por si vuelvo. Después, a recoger el equipaje, momento que la siempre optimista Raquel aprovechó para buscar al encargado, por si tenía que hacer una reclamación si su maleta se perdía. Pues no: apareció.

Después de pasar la aduana, nos dirigimos a la parada de taxis, donde en seguida cogimos uno que, fiel al tópico, iba conducido por un indio con un acento que tiraba para atrás. Lo malo es que llevaba el aire acondicionado a todo trapo y me daba en los morros, lo que me costó un resfriado bastante importante durante los días siguientes. Y bastante mosqueo durante el trayecto porque el tío iba todo el rato hablando solo. Al final descubrimos que estaba usando un móvil de manos libres.

Aparecimos en casa de mi prima Pilar sobre las dos y media, hora de Nueva York. Las ocho y media hora española, pero nuestro día iba a durar 30 horas en vez de 24. Por primera vez en mi vida estaba experimentando el jet-lag. Pilar vive en Williamsburg, un barrio de Brooklñyn situado junto al East River, al este de Manhattan. Brooklyn, al igual que Queens (donde está el JFK), está en Long Island. Todos los distritos de NY están situados sobre islas, salvo el Bronx, al norte de Manhattan. Aunque se considera que Manhattan es el centro de Nueva York, y desde luego es con gran diferencia la zona más interesante, está en el extremo occidental de la ciudad. Al oeste de la isla está el Río Hudson, que separa la ciudad del estado de Nueva Jersey. Al sur, el mar y la pequeña isla de Staten Island, el quinto distrito de la ciudad.

Desde la terraza del piso de Pilar hay una vista fabulosa del skyline de Manhattan. Sin embargo, su barrio es totalmente distinto: casa bajitas, la gente se conoce, muchos jóvenes... mucha basura también. Ella está encantada y, la verdad, no me extraña. Además, el alquiler es, según dice, "un chollo". Eso significa que sólo cuesta el doble de algo parecido en Madrid.

Pilar tiene una perra llamada Lola. Si todos los perros fueran como ella, tal vez dejaría de ser un defensor tan acérrimo de los gatos. Es un bichejo encantador. Auténtico canis vulgaris, aunque pequeñito (pese a que ya es adulta), le cuesta unos diez segundos hacerse amiga de cualquiera, pero no es nada plasta. Pilar la tiene muy bien enseñada, de modo que no ladra y puede ir suelta por la calle sin meterse en líos.

Como habíamos comido bastante en el avión, no teníamos hambre, así que Pilar y Lola nos llevaron a ver el barrio. Es como los de las pelis, pero sin pandilleros. En realidad, en Nueva York hay menos crimen de lo que parece, entre otras cosas porque hay mucha policía. Los ves por todas partes, a su bola, aparentemente ociosos, pero es cierto que dan sensación de seguridad. Además, no se meten con la gente. Teóricamente, Lola debería ir siempre atada por la calle, bajo multa de $50; pero los polis del barrio ya la conocen y no dicen nada si va suelta. Incluso le hacen carantoñas.

Esa es una de las cosas que en seguida me llamaron la atención: todo el mundo hace monadas a los perros por la calle. Una de las razones puede ser que casi no hay caca de perro por las calles. Sin embargo, he observado que cagan tanto como en cualquier otro sitio. Qué cosas, ¿verdad? ¿Cuál será el misterio?

De todos modos, hay muchos sitios donde no dejan entrar a los perros. Uno de los que sí es el 'Iona', un pub irlandés. Así que allá fuimos los cuatro, a tomar unas cervezas en el patio trasero. Lola no, claro; ella sólo correteaba y jugaba con todo el mundo. Además, también dejan fumar, y Raquel y Pilar tenían el mono.

En el 'Iona' aprendimos cómo funcionan las propinas en EEUU. Es típico de los españoles quejarse por tener que dar propina; sin embargo, así es como funcionan las cosas. Es como el IVA: se paga y punto. En un pub, sueles dar de propina un dólar por cada bebida que pides. Si sois varios, das un poco menos. Así, nosotros pedíamos las cervezas de tres en tres y dejábamos un par de dólares cada vez. A un taxista le das las vueltas; por ejemplo, al que nos trajo del aeropuerto ($28.50), lo correcto era dejarle hasta $30. Como nosotros no llevábamos suelto y no queríamos quedarnos cortos, le dejamos $5 más, lo que hace una buena propina, pero no inusual. En un restaurante, si no marcan ellos mismos la propina (cosa habitual), es corriente dejar el 17,20% en Nueva York. Este numerajo sale de doblar las tasas (equivalentes al IVA, y que en Nueva York son inusualmente altas, el 8,6%). Así, si en la factura vienen $4 de tasas, dejas $8 más de propina. Muchos camareros no tienen sueldo y viven tan sólo de las propinas, conque es importante dejarlas.

Acabamos cenando (sin Lola) en una terraza de un restaurante americano del barrio. Ya que acabábamos de llegar, comimos hamburguesas, bastante buenas. Pilar se empeñó en invitarnos y vimos cómo se pagan las propinas con tarjeta: dejan un espacio en el recibo de la misma para que escribas la cantidad que quieras, y luego lo vuelven a pasar a mano. Curioso.

Como llevábamos muchas horas levantados, Raquel y yo nos fuimos a dormir nada más volver a casa, aunque sólo eran las nueve de la noche. Parecía que no tendríamos problema para madrugar al día siguiente.

No hay comentarios: