09 agosto 2007

24/07 Sintra, Lisboa

Al igual que el día anterior, el martes íbamos a hacer una excursión. Otra de las habituales para cualquier visitante de Lisboa: Sintra.

Sintra es una localidad cercana a Lisboa que servía como lugar de vacaciones para los reyes portugueses del siglo XIX. Esto hizo que se construyeran allí diversos palacios y también que la villa conociera un cierto esplendor económico. Hoy día, naturalmente, está dedicada al turismo. Y vale la pena.

Lo primero que hicimos, nada más salir del hotel, fue ir a desayunar al café que habíamos visto la tarde anterior. Tan ricamente, en la terracita, con nuestro zumito y nuestros bollos. Como debe ser. Luego cogimos el coche, nos chupamos un atasco un tanto inesperado y llegamos a Sintra un poco más tarde de lo planeado.

En lugar de aparcar en el propio pueblo, decidimos seguir a un autobús de turistas y acabamos llegando al Palacio da Pena. Que no da pena; en portugués significa "Palacio de la Peña", supongo que porque está en lo alto de una montaña. Pero en lo alto de verdad, hay que subir bastante. Si no lleváis coche, también se puede subir en autobús. Nu nos había contado que había subido andando cuando estuvo hace unos meses, pero no lo recomiendo.

El palacio está rodeado por el parque del mismo nombre. Es una especie de jardín botánico a lo bestia, con un montón de especies exóticas de árboles. En Sintra hay cuatro jardines de este estilo y todos cobran entrada, aunque se puede comprar una conjunta a precio reducido. De todos modos, para ir al castillo hay que comprar también la entrada del parque.

Así que seguimos la ruta recomendada en el folleto que te dan a la entrada. Subes por el parque, llegas al castillo, lo ves y luego bajas dando una vuelta por el resto del parque hasta salir por otra puerta situada unos cientos de metros más abajo que la entrada.

El palacio en sí es muy pasteloso, como cabe esperar en un edificio del siglo XIX. Estilo castillo. Era la época del romanticismo y el eclecticismo (es decir, juntar estilos como si no hubiera dios). El principal artífice fue el marido de la reina María, que tenía alma de artista (en el palacio se pueden ver algunas obras suyas) y mucho tiempo libre, al parecer. Pues le quedó una choza bastante aparente, oye.

Salimos del palacio con idea de recorrer el resto del parque, pero nos debimos de equivocar en algún cruce porque, después de mucho bajar, volvimos a encontrarnos en la puerta de entrada. Para alegría de Raquel, que no parecía tener muchas ganas de patear por el monte. Así que, pese a mis quejas, nos fuimos. Claro que luego me vengué; en lugar de volver a Sintra, nos quedamos en el Castelo dos Mouros, una vieja fortaleza musulmana que fue reconstruida en la misma época en que se construyó el Palacio de Pena. Bueno, se reconstruyó la muralla exterior. Al gusto de la época, con mucho retorcimiento. Nos pegamos una buena panzada de subir escaleras hasta llegar al torreón más alto. Por suerte, seguía sin hacer mucho calor. De hecho, en el castillo soplaba bastante viento.

Y ya bajamos al pueblo. Si veníamos de lo más alto, acabamos aparcando prácticamente en el punto más bajo. De allí subimos hacia la plaza para buscar un sitio donde comer algo. Acabamos en un bar en el que el dueño, con acento portugués, nos preguntó en castellano si éramos de Zaragoza. Joder, no pensaba que aquí me calaran el acento, pero no fue eso; había visto nuestra matrícula. Buena memoria, porque hacía más de un cuarto de hora que habíamos pasado con el coche. Pero resultó que el hombre estaba casado con una zaragozana, por eso le había llamado más la atención. Bueno, nos comimos unos bocatas y unas queijadas (eso yo, Raquel odia el queso), sin mucha prisa, y luego fuimos a ver el Palacio Real de Sintra, que está en la misma plaza. Menos alambicado que el de Pena, claro, pero también interesante.

Nos quedaba ver la Quinta da Regaleira, un palacio construido hace un siglo por un aficionado al esoterismo, lleno de laberintos y misterios. Pero estábamos bastante cansados y decidimos volver a Lisboa. Según me dijo Lara a la vuelta, hicimos mal; bueno, así tenemos una excusa para volver a Sintra.

En Lisboa nos quedaban dos cosas que queríamos ver: la Torre de Belem y el Monasterio (Mosteiro) de los Jerónimos. Los dos están en Belem, un barrio de la periferia de la ciudad, conque fuimos directamente hacia allí, sin pasar por el hotel.

La Torre de Belem es, tal vez, el monumento más famoso de Lisboa. Era una fortaleza defensiva sobre el río Tajo, como otras que habíamos visto el día anterior al volver de Cascais, pero más bonita; para eso estaba a la entrada de la capital. La Torre está dentro del río, se entra a través de un pequeño puente. Y bueno, si no se tiene mucho tiempo, el interior no es gran cosa, pero sí hay que verla por fuera, al menos. Nosotros, de todos modos, entramos y estuvimos un rato intentando subir y bajar la escalera para ver todos los pisos. No es fácil, porque sólo hay una escalera de caracol y es muy estrecha, conque hay conflictos entre quienes intentan subir y quienes quieren bajar.

Desde lo alto de la torre se ve muy bien el Monasterio de los Jerónimos, y al bajar fuimos hacia allí. Claro que ya era tarde para entrar, pero al menos pudimos asomarnos al interior de la iglesia. Lo suficiente como para reafirmarnos en que teníamos que volver al día siguiente para verlo bien, qué pasada. Si por fuera es impresionante (además de enorme), por dentro, más.

Y ya volvimos al hotel. O lo intentamos. No es tan fácil volver a entrar a la ciudad desde la orilla del Tajo, porque la vía del cercanías pasa por en medio. Al final, no sé cómo, conseguimos coger un desvío hacia adentro y, después de perdernos por un parque, acabamos en un precioso atasco para entrar en el Eixo Norte-Sul, la autopista que recorre la ciudad de norte a sur. Atasco que nos podíamos haber ahorrado porque, al llegar al Eixo, vimos que nuestro carril era el que llevaba hacia el sur; el que llevaba hacia el norte, que era nuestra dirección, y que nosotros podíamos haber cogido una media hora antes, iba mucho más rápido. Bueno, el caso es que llegamos al hotel, dejamos el coche y nos fuimos a cenar.

A propuesta mía, fuimos a uno de los sitios en que no habíamos podido entrar el domingo: el Martinho da Arcada, en la Praça do Comercio. Un sitio mejor y más caro que los de otros días, pero un día es un día. Y cenamos acojonantemente bien. Desde la sopa hasta los postres, pasando por el pescado (me comí unos rollitos de lenguado que tardaré en olvidar) y el vino. Claro, la cosa nos salió cara: por única vez en el viaje, más de 20€ por cabeza. Casi 30, en realidad. Ya os había dicho que comer en Portugal es barato, ¿verdad? Y en muchos casos, además de barato, es bueno y bonito.

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