Esta tarde estaba con dilettante en una caja de ahorros, esperando a que el chico hicera una operación. Y, en semejante sitio, vaya usted a saber por qué, me he acordado de algo que ocurrió hace muchos años.
A mi hermano le había dado por el tenis de mesa. En aquella época mi padre viajaba mucho por causa de su trabajo y casi siempre nos traía algún regalo a la vuelta. Conque esa vez decidió traerle a mi hermano una pala de ping-pong.
Llega el hombre todo ilusionado con su regalo, lo saca... y menudo berrinche. Que vaya mierda, que eso no vale para nada, que yo quería una buena...
Yo no sabía por quién sentir más lástima: por mi hermano, que ahora ya no podría comprarse una pala buena (no ibamos muy sobrados de dinero en casa); o por mi padre, que había visto como toda su buena voluntad se iba al traste.
Y es que aquí se juntaban dos cosas: el capricho de mi hermano (al que la afición al tenis de mesa no le duró más de un par de meses, como es habitual en él) y la maldita costumbre de mi padre de hacer las cosas por los demás sin preguntarles. A lo largo de mi vida he visto esta situación repetida muchas veces. El hombre hace algo por alguien con su mejor intención y le sale mal porque no se le ha ocurrido preguntar a ese alguien. Si vas a un restaurante con él, pedirá por ti lo que él crea que te va a gustar más, en lugar de dejarte elegir.
Al menos esa manía me ha servido para algo: yo nunca lo hago. Vamos a ver: si sé que te gusta el café con leche con dos cucharadas de azúcar y alguien me pregunta cuántas cucharadas vas a querer, le diré que dos. Pero no voy a ir mucho más allá. Prefiero quedarme corto a pasarme.
Y, si alguna vez lo hago, perdón. Es difícil evitar hacer lo que has visto toda tu vida.
13 enero 2005
Todo para el pueblo...
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