07 septiembre 2004

24/08 ¿Hotel? ¿Qué hotel?

Como sería la norma del viaje, volvimos a levantarnos a horas intempestivas, esta vez para salir hacia Viena. Último recorrido por Budapest y salida en autobús hacia la capital austriaca. Sólo hay unos 250 km, pero nos iba a costar casi cuatro horas por culpa de las limitaciones de velocidad húngaras. Aunque la autopista está bastante bien, los autobuses no pueden pasar de 80 km/h. Además, haríamos una parada por el camino y teníamos que cruzar la aduana, que todavía existe pese a que ambos países pertenecen a la UE.

Tras un viaje sin incidentes por la Pusta, la llanura húngara, llegamos a Austria y en seguida a Viena. Había estado aquí hace más de quince años, pero era la primera visita para Raquel. Bueno habría que señalar que en el autobús nos pusieron un disco de Andrea Bocelli que tenía a Raquel de los nervios; yo, en cambio, pensaba que era música adecuada para el contenido que suele ofrecerse en los recorridos turísticos (aparente, pero de mentira). Como la "cena zíngara" que nos habían ofrecido la noche anterior, a 65 euros por cabeza, y que declinamos educadamente.

Al llegar a Viena nos encontramos con que no iban a llevarnos al hotel, sino que nos iban a soltar un rato para comer y luego haríamos la visita panorámica. El problema era que algunos teníamos cosas que necesitábamos en las maletas, tales como algún jersey o, en nuestro caso, la cámara fotográfica. Bueno, pudimos sacar las cosas y nos dejaron junto a la Ópera, con un plano de la ciudad para cada uno.

En tiempos del penúltimo emperador de los Habsburgo, Francisco José (desde mitad del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial), la ciudad de Viena sufrió un cambio profundísimo. Se derribaron las dos murallas de la ciudad, que fueron sustituidas por dos grandes avenidas circulares: el Anillo (Ring) y el Cinturón (Gürtel). Estas dos avenidas concéntricas dividen la ciudad en tres zonas: el centro histórico (en el interior del Ring), los distritos centrales (entre el Ring y el Gürtel) y las afueras, en el exterior del Gürtel. Casi todos los grandes edificios imperiales se encuentran a lo largo del Ring.

La Ópera está en el lado interior del Ring. De allí sale una gran calle peatonal, Kärntnerstrasse, que lleva hacia la catedral de San Esteban y sirve como eje de la zona peatonal del centro. Esta zona está tomada al asalto por los cazaturistas, que aquí van disfrazados al estilo del siglo XVIII e intentan vender entradas para algunos de los muchísimos conciertos de música clásica que se dan cada día en la ciudad. Las dos figuras más explotadas por la industria turística son las de Mozart y Sissi. Los vieneses son muy aficionados a la música y están muy orgullosos de la importancia de su ciudad en la historia de la misma, por lo que lo de Mozart es natural. En cambio, lo de Sissi es completamente artificial. A diferencia de lo que ocurre en Hungría, Francisco José es mucho más popular que su esposa, ya que fue él quien dio a la ciudad su actual fisonomía, pero las películas de Romy Schneider popularizaron en el extranjero (sobre todo en Estados Unidos) la figura romántica de Sissi y la pasta manda.

Lo primero que hicimos fue ir a pillar unos bocatas para comer. Hay un puesto de salchichas grandote en Kärntner, así que elegimos unas bien gordas para nuestro bocadillo. Lo tradicional en Viena es comerse las salchichas solas, o en plato con sauerkraut; si se quiere bocadillo, hay que pedir "hot-dog" y la salchicha que se quiera. Eso hicimos y Raquel empezó a quejarse porque me empeñaba en pedir todo en alemán. Pues claro, es lo que se habla en Austria. Si piensa que no voy a hablar en alemán simplemente porque no sé, está muy equivocada. La chica seguía protestando y preguntando qué le habían echado a su bocadillo, que olía a queso. Pues no, sólo mostaza y tomate. Come y calla. La chica mordió y puso cara de asco. Habíamos olvidado su don para encontrar siempre las salchichas rellenas de queso. Y no creáis que poco: en Viena, las salchichas con queso van rellenas de verdad. Bueno, le cambié el bocata y listo, que la mía era normal.

Luego subimos hasta la catedral, que es bastante original, con un tejado de cerámica magiar al estilo de muchos que habíamos visto en Budapest. Por lo demás, es un edificio gótico con algunos añadidos de otros estilos.

Volvimos al lugar donde nos esperaba el autobús para iniciar la visita panorámica, en el Ring, junto a Hofburg. Allí conocimos a nuestro guía nativo, Peter, un vienés muy cachondo y, según oí a las chicas, bastante bien hecho, si os gustan los rubios. Además de recorrer todo el Ring y el Kai (el paseo que corre junto al río), pasamos por el Prater, con su famosa noria (a 8 euros la vuelta), los edificios de la ONU, Belvedere y la muy original Hundertwasserhaus. Friedrich Stowasser Hundertwasser (a Peter le encantaba decir el nombre completo y ver las caras que poníamos al oírlo) fue un arquitecto vienés muy rompedor del siglo pasado, que hizo algunos edificios en la ciudad pese al rechazo de sus conciudadanos, que preferían mantener el estilo conservador de Viena. Eso hizo que Hundertwasser emigrara y desarrollara su obra en otras partes del mundo, hasta morir en Nueva Zelanda. De todos modos, como suele ocurrir, a su muerte fue redescubierto y la fantástica casa que diseñó y lleva su nombre fue al fin apreciada. En realidad, es un edificio antiguo de pisos que él rehabilitó hace unos veinte años, dándole una personalidad única. Cada vivienda es distinta de las otras, cada una con ventanas distintas y pintada de un color diferente. Son viviendas públicas, propiedad del Ayuntamiento y alquiladas a precios más que asequibles (unos 5 euros el metro cuadrado).

En cuanto a Belvedere, es un conjunto construido por el príncipe Eugenio de Saboya. Eugenio llegó a Viena procedente de la corte francesa de Luis XIV e hizo fortuna como militar. Al parecer, al hombre le gustaban los palacios, porque se gastó el dinero en construir cinco, dos de ellos en Belvedere, donde también hay unos jardines bastante grandes. Hay en el recinto un jardín botánico que, por desgracia, no nos dio tiempo a visitar. En cuanto a los palacios, hoy se usan como museo.

Terminada la visita, dejamos a Peter y, por fin, nos llevaron a los hoteles. El nuestro fue el último y, entre que se demoraron un montón en el otro y que cogimos bastante tráfico, llegamos casi a las siete. Hora de cenar en Austria. Conque más nos valía darnos prisa.

Esta vez no teníamos ninguna queja del hotel. Estaba en Hietzing, un barrio muy pijo de Viena, al ladito de Schönbrunn, y era muy bonito, con unas habitaciones muy grandes. Un poco lejos del centro, pero teníamos el metro al lado. Conque dejamos nuestras cosas y lo cogimos para ir hacia el Triángulo de las Bermudas, la zona de marcha más conocida de Viena. Según Peter, se llama así porque la gente entra, empieza a beber cerveza y ya no sabe salir.

El metro vienés es curioso porque, aunque transcurre bajo el nivel del suelo, tiene muchos tramos al aire libre, incluso en el centro. Hay cinco líneas de metro completadas por unas cincuenta de tranvía y otras tantas de autobús, de modo que la red de transporte público es muy buena. En Viena funcionan los billetes horarios; el sencillo cuesta 1,50 E, pero permite hacer todos los transbordos que se quiera entre todos los medios de transporte durante una hora. También existe la opción de comprar uno que cuesta 5 E, pero sirve para 24 horas. Éste es el que cogimos, teniendo en cuenta que nos serviría hasta la hora de cenar del día siguiente.

La pena fue que, al llegar a Schwedenplatz, la parada que nos interesaba, se puso a llover a mares. Y eso que el día anterior nos habíamos asado de calor en Budapest. Así que nos metimos a cenar en el primer sitio que vimos, que resultó estar bastante bien. Por supuesto, hablé con el camarero en alemán, para desesperación de Raquel. Aproveché para probar el Wiener Schnitzel, que no es sino un escalope de cerdo (el de ternera es mucho más caro), bastante bueno. En total, con cervezas, cafés y todo, cenamos bastante bien por unos 25 €. Viena es mucho más caro que Budapest, pero también hay sitios asequibles.

A la salida aún llovía más y no llevábamos paraguas, de modo que decidimos volver al hotel a dormir, pensando en levantarnos pronto al día siguiente y ver todo lo que pudiéramos en un día. Ardua tarea, desde luego.

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