26 mayo 2004

Para Tindriel

Esta mañana los de la Cruz Roja han aparcado uno de sus autobuses, con equipo para extraer sangre, al lado de donde trabajo. Suelen hacerlo dos o tres veces al año y ya había decidido que esta vez bajaría a donar. Hace unos años no podía hacerlo porque tenía anemia crónica, pero entonces pesaba diez o quince kilos menos que ahora. La anemia pasó a mejor vida.

El caso es que he llegado, he subido al autobús, he pasado los trámites y me han enchufado a la maquinita. Del resto tengo un recuerdo nebuloso, al menos a partir del momento en que me he desmayado y me he caído de la camilla. Según parece, se ha armado un alboroto importante. O eso me han contado algunos compañeros que estaban allí.

Por un lado la bronca generalizada para buscar a quién echar la culpa por no vigilarme un poco mejor, por otro el temor a que me hubiera pasado algo con el golpe.

Cuando me he despertado seguía el caos y yo tenía un chichón importante. Aparte de que me había puesto como un cristo de sangre, claro. Los del autobús se deshacían en disculpas, y más bien parecía que tenían miedo de que no les demandara. Los que había esperando a donar se lo debían de haber pensado mejor, porque habían desaparecido todos.

¿Y qué tiene esto que ver con la pobre Tindriel, diréis? Hay una máxima periodística, que espero que nuestra amiga no practique, que dice: "No dejes que la realidad te estropee una buena historia." Y la realidad es que, al rellenar el impreso previo a la donación, se me ha ocurrido decirles que el otro día me afeité con la cuchilla de mi padre y no me han dejado donar. Según parece, compartir cuchillas de afeitar se considera una práctica de riesgo. Pero la historieta que me he inventado es más divertida, ¿verdad?

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