08 septiembre 2003

26/8 Los efectos del 9/11

(Cuarto capítulo de la plasto-serie comenzada más abajo)

Nos hemos levantado a una hora un poco más civilizada, sobre las ocho de la mañana. Esto del cambio de horario me está ayudando un montón a levantarme temprano y aprovechar el día para ver la ciudad.

Esta vez nos vamos a desayunar con Pilar al mall, la pequeña galería comercial del barrio donde Lola campa a sus anchas. Aparte de los cafés, cada uno de nosotros se atiza un bagel, una especie de rosca de pan típica de los judíos y, por extensión, de Nueva York. En la ciudad se nota mucho la presencia judía, no sólo en las costumbres, sino también físicamente. Es muy frecuente cruzarse con judíos ortodoxos, con su vestimenta blanca y negra, su bonete (o como se llame) y sus tirabuzones saliendo de la cabeza rapada. En la tienda de fotografía de ayer, por ejemplo, casi todos (incluido el dueño) eran así.

Volviendo al desayuno, mi bagel llevaba queso, salmón ahumado y tomate natural. Claro, el bagel no se come a palo seco, sino que se tuesta, se abre y se rellena con lo que sea. Muy rico.

Después, antes de coger el metro, pasamos por una farmacia a comprar algo para mi pertinaz catarro. La farmacéutica, muy amable, me vendió unas pastillas de pseudoefedrina que han obrado milagros. Mi catarro prácticamente ha pasado a la historia.

Nuestro plan para hoy era recorrer la parte sur de Manhattan, el llamado Downtown. Es la parte más antigua de la ciudad y no tiene el típico perfil cuadriculado del resto de la isla. Y sus calles no tienen números, sino nombres normales. Lo único común con el resto es Broadway que, como ya he dicho, cruza toda la ciudad. Así que íbamos a necesitar el mapa con más frecuencia que en el resto de nuestro viaje.

Pero esto no sería así al principio del día. Lo primero que haríamos sería tomar el transbordador de Staten Island, que une esta municipalidad (supongo que esa es la traducción más correcta de "borough") insular situada al sur de Nueva York con el extremo meridional de Manhattan. La línea del transbordador fue fundada hace casi dos siglos por el futuro millonario Cornelius Vanderbilt, natural de Staten Island. No sé quién lo opera en la actualidad pero, hecho insólito en una ciudad comercial y negociante desde su fundación, es gratis.

Staten Island es una zona residencial sin grandes atractivos turísticos. El interés del viaje radica, principalmente, en el trayecto en sí. El ferry pasa muy cerca de las diminutas y famosísimas islas de Ellis, donde está el centro por donde antaño pasaban casi todos los inmigrantes que llegaban a Estados Unidos, y Liberty, donde se encuentra la estatua más famosa del mundo, la Estatua de la Libertad.

Ellis Island tiene mala fama por las duras condiciones que sufrían los inmigrantes. Una visita a su centro de inmigración parece que va a ser semejante a una visita a un campo de concentración. Sin embargo, la leyenda es exagerada. Por lo general, los inmigrantes llegaban en malas condiciones por culpa de la dureza del viaje en barco, no porque se les dispensaran malos tratos en Ellis. Y la rigurosidad del filtro de inmigración no era tal; de 17 millones de personas que llegaron a la isla, sólo fueron rechazadas 250.000, generalmente por padecer enfermedades infecciosas. Hoy día es mucho más difícil conseguir un permiso de trabajo, especialmente tras el atentado de las Torres Gemelas, pero el país sigue necesitando la mano de obra procedente de la inmigración. Por tanto, se hace la vista gorda con los ilegales.

Es ya casi un tópico que, cuando vas a ir a Nueva York, todos tus amigos que ya han estado te desaconsejen la visita a la Estatua de la Libertad. El motivo es que la estatua, que con sus 93 metros contando la base sería enorme en cualquier otra ciudad, resulta diminuta aquí. La vista desde el mirador que hay en la corona es casi la misma que desde la base. Pero sí vale la pena contemplar la estatua en sí, y esto puede hacerse perfectamente desde el transbordador de Staten Island.

Además del bonito edificio de Ellis y la majestuosa Estatua de la Libertad, hay una tercera vista que hace el viaje en el transbordador imprescindible: la del mismo Lower Manhattan, tanto al alejarse como al volver. Una excelente perspectiva de los rascacielos.

Después de la hora de viaje en el transbordador (ida y vuelta, sin bajar en Staten Island), comenzamos la subida por Broadway.

Nuestra primera parada era Wall Street. Hay que recordar que Nueva York, antes Nueva Amsterdam, fue fundada por una compañía comercial holandesa. La actividad económica está en el mismo origen de la ciudad, así que la visita a la bolsa es obligada para no dejar el recorrido incompleto. Una curiosidad: Wall Street se llama así porque, antiguamente, había allí una muralla que se había construido para proteger la ciudad, situada íntegramente al sur de la misma, de los ataques de los indios algonquines. Nueva York ha crecido un pelín desde entonces.

Pilar nos había recomendado la visita guiada al interior del mercado de valores. Sin embargo, al llegar, nos sorprendió que no hubiera cola por ningún sitio de turistas esperando entrar. Lo que sí había era muchas vallas, seguridad privada y policía. Pregunté a un segurata si no había una entrada para visitantes me contestó que no con bastante poca educación y sin dar explicaciones. En fin, aprovechamos para ver los rascacielos cercanos, pertenecientes a grandes empresas que, por razones de prestigio, suelen instalar grandes esculturas frente a ellos. Terminamos en el New York Bank, en cuyo vestíbulo hay un mosaico que, según nuestra guía, valía la pena ver. Mala suerte: una vez más, la segurata de turno (esta vez, con mejores modos) nos dijo que ya no había visitas al interior. Luego supimos que todo esto es consecuencia del 11 de septiembre (allí, el 9/11). Por razones de seguridad, no se permite entrar a ningún edificio de la zona financiera desde entonces.

En la acera de Broadway opuesta a la entrada a Wall Street está la Trinity Church, una de las iglesias más antiguas de la ciudad. Cuando la construyeron parecía muy alta, pero hoy se ha quedado enana por comparación con los enormes edificios circundantes. De todos modos, la vista de la iglesia desde Wall Street es magnífica y su pequeño cementerio anexo, lleno de tumbas de hace 300 años, resulta encantador dentro de la ciudad. El interior también merece la incursión.

Muy cerca de donde estábamos se encuentra la tristemente célebre Zona Cero, el solar donde se alzaba el World Trade Center, con sus Torres Gemelas. Ojo: ningún neoyorquino ve nada remotamente gracioso en lo que sucedió. No se os ocurra hacerles bromas al respecto. El solar, en el que sigue habiendo máquinas trabajando, está rodeado por vallas metálicas con unos paneles que recuerdan lo que allí había y qué ocurrió. Pero no teníamos muchas ganas de verlo, así que acabamos en el Century 21, una tienda en el mismo borde de la Zona Cero en la que sólo venden ropa de marca a precios de liquidación. Buen sitio para comprar pero, pese a que Raquel estuvo una hora buscando algo para su madre, al final sólo fui yo quien compró una gorra de béisbol que me había pedido Rubén, el novio de Nu.

Ya que habíamos empezado con las compras, fuimos a otra tienda cercana donde sólo vendían vaqueros, sobre todo Levi's. Queríamos unos para Nu pero, como eran muy baratos, acabamos comprando también sendos pares para nosotros dos. Por poco más de $100 nos llevamos los tres pares.

Casi se me olvidaba el momento de nuestra entrada al distrito financiero. Hay una estatua en bronce de un toro embistiendo, a tamaño natural, que es el símbolo del lugar. Se nos ocurrió hacernos una foto ante ella porque nos hizo gracia, aunque vimos que no éramos los únicos, porque había cola. La primera era una chica en cuclillas ante el toro, tomándose su tiempo para encuadrar. Tenía pinta de española (hay muchos turistas españoles por la ciudad y se nos reconoce en seguida). Al fin, le dijo a otro chico que había al lado que estaba lista (confirmamos que eran catalanes) y el chaval se puso ante el toro, todo serio, embarcando la embestida con la mano derecha. Ante tamaña demostración, Raquel y yo nos miramos y, sin decir nada, nos largamos.

Bien, después de habernos sumergido en la vorágine del consumismo, decidimos seguir hacia el South Street Seaport, la zona del puerto junto al puente de Brooklyn. De todos los puentes que unen Manhattan con el resto de las municipalidades neoyorquinas, éste es el más conocido y, seguramente, el más bonito. Desde el puerto la vista es preciosa.

Luego fuimos al South Street Seaport propiamente dicho, que es una zona montada con muchas tiendas, restaurantes, pubs y demás. Había mucho ambiente y, la verdad, nos gustó mucho. Se parece un poco a la zona del Puerto Olímpico de Barcelona, aunque a nosotros, no sé por qué, nos recordaba más al Covent Garden londinense.

Después de un ratito por ahí, echando una birra (yo una coca-cola por si mis pastillas me hacían algo raro) y viendo por la tele el principio del Agassi-Corretja, que estaban jugando un poco más allá, en Flushing Meadows (Queens), volvimos al Civic Center, que ya habíamos visitado en parte un rato antes.

El Civic Center es el centro administrativo de la ciudad. Allí está el ayuntamiento y varios juzgados. Todos son edificios bastante bonitos por fuera, sobre todo el ayuntamiento o City Hall, y otro edificio cercano, el Municipal Building. Por desgracia, también están cerrados a consecuencia del 9/11.

Así que seguimos por Centre Street hacia el Lower East Side, la zona donde se encuentran barrios como Chinatown o Little Italy. Me llamó la atención el nombre de la calle, Centre. En inglés americano debería ser Center; pero, claro, la calle existe desde la época en que los EEUU eran una colonia inglesa.

Chinatown y Little Italy deben de ser dos de las zonas más bulliciosas de Nueva York. Calles estrechitas repletas de restaurantes y, en el caso de Chinatown, mercados de comida oriental. Y gente a mansalva. La única calle ancha de la zona es Canal Street, que atraviesa la isla de este a oeste y que es, en mi opinión, la calle más fea de Manhattan. Supongo que la Canal Street de Nueva Orleans sí valdrá la pena, pero ésta es un asco.

Eran casi las cinco de la tarde y aún no habíamos comido; parece que los bagels tienen unas propiedades nutritivas considerables. Así que acabamos entrando en un restaurante italiano de Little Italy llamado Canta Napoli. Yo me aticé unos penne especialidad de la casa, como dios. Raquel se pidió una ensalada César y fracasó ostensiblemente. Como nunca la había probado antes, no sabemos si era problema de que estaba mal hecha o, simplemente, es un plato que no le gusta. Por lo demás, nos llamó la atención que casi todo el personal hablaba español entre sí (nuestro camarero no, ese sí era italiano) y nos clavaron $7 por una botella de agua. Traída de Nápoles, eso sí. Pero fue un fallo por nuestra parte. En todos los restaurantes de Nueva York te ponen jarras de agua del grifo con hielo sin necesidad de pedirla, y el agua aquí es muy buena.

En fin, se iba haciendo hora de volver, así que dimos otra vuelta por la zona y a casa. Allí nos volvía a esperar Lola, conque la sacamos de paseo, pero en seguida nos encontramos a Pilar, que volvía a casa, y nos fuimos los tres con la perra. Vuelta a casita y a la cama sin cenar, por malos. O más bien porque, habiendo comido tan tarde, no teníamos hambre.

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