Tal vez alguien esté pensando que este año me lo estoy currando poco con los títulos de las entradas. Y tendrá toda la razón. El calor, la vagancia... ya se sabe.
Y calor no pasamos en Portugal. Tuvimos una temperatura excelente; ningún día pasamos de 28°C de máxima. Algunas tardes incluso teníamos que ponernos la chaqueta.
Évora nos había dejado con ganas de bastante más, así que le dedicamos la mañana del día siguiente. Primero vimos la preciosa iglesia de San Francisco, que lo es tanto por dentro como por fuera. Destaca en ella el colorido de las paredes; sin ser pastelón ni cantón, resulta llamativo.
Como también lo es la Capela dos Ossos, situada al lado. Una alegre capilla cuyas paredes y techos se encuentran íntegramente forrados por huesos humanos. Calaveras, principalmente, aunque también abundan las vértebras y, en las columnas, los huesos largos. Ideal para celebrar una fiesta.
Después entramos en la catedral. Muy del estilo de la iglesia de San Francisco, aunque tal vez no tan bonita. Y, tras tomarnos un batido en una terraza de la Praça de Giraldo, salimos hacia Lisboa.
De la capital portuguesa habíamos oído opiniones encontradas. Por tanto, no teníamos una idea preconcebida muy fuerte. Llegamos a la ciudad sin mayor novedad (la autopista, para variar, semi-vacía). Cruzamos el espectacular puente 25 de Abril y nos dispusimos a intentar adivinar cómo llegar a nuestro hotel.
El 25 de Abril es un enorme puente colgante. Yo creía que no acababa nunca y Raquel no paraba de decirme que era pequeño. Que, según su mapa, el grande era el Vasco da Gama. Pues bien: el puente 25 de Abril tiene nada menos que 3200 metros, pero el Vasco da Gama tiene 16 kilómetros. Aunque no es tan bonito. El Tajo, al llegar al estuario, es bastante grande.
Llegamos al hotel tras habernos perdido sólo un poco. Era el típico hotel de negocios, pero nos había salido bastante bien de precio y no parecía muy lejos del centro. Error: lo estaba. Tal vez no a una distancia excesiva, pero era una zona moderna sin ninguna gracia y rodeada de autopistas. De todos modos, el hotel estaba muy bien.
Dejamos los trastos y fuimos a la parada de metro que nos recomendaron en el hotel, Jardim Zoológico (para quien conozca Lisboa, creo que antes se llamaba Sete Rios). Lejos y por un camino feísimo, caminando junto a la autopista. Menos mal que no hacía mucho calor, pero un asco. No había tenido muy buen ojo con el hotel, no.
Bajamos en metro hasta Chiado. Y, desde allí, fuimos a pie hasta lo que en nuestro plano parecía el cogollo de Lisboa. Por suerte, estábamos en alto y nos tocaban las cuestas hacia abajo. Porque en ese momento descubrimos que no la llaman "la ciudad de las siete colinas" por nada. Menudas cuestas. En general, podemos decir que Portugal está en cuesta, pero Lisboa más.
Callejeamos un poco hasta la plaza de Pedro II y de ahí, por la Rua Augusta, hacia la Praça do Comércio. Lo primero que nos llamó la atención fue el mosaico del suelo. En Lisboa y otras localidades portuguesas, las aceras no son de baldosa, sino de mosaico blanco y negro. Supongo que en época de lluvia serán peligrosas, sobre todo en las cuestas, pero quedan muy bonitas.
Sin embargo, la ciudad no acababa de gustarnos. Había cosas bonitas, pero todo nos parecía descuidado. Raquel comentó que le recordaba Budapest, con la diferencia de que allí parecía que iban recuperando la ciudad poco a poco, tras el abandono de la época comunista, mientras aquí nadie parecía preocuparse mucho.
Decidimos animarnos un poco yendo a ver la Catedral, que siempre es un buen sitio para empezar a ver una ciudad. Lisboa resultó ser una excepción. La catedral lisboeta no es un espanto como la madrileña, pero no pasa de cutrilla. Después del panzón de subir cuestas y escaleras hasta llegar a ella, fue una desilusión.
Pero no nos arredramos y, en vista de que pasaba por allí un autobús que subía hasta el castillo, lo cogimos. A ver si allí se nos daba mejor.
Y se nos dio. El Castelo de São Jorge está situado en la cima de una de las colinas y, esta vez sí, está muy bien cuidado. Así que nos dedicamos a brincar por sus murallas. En una de las torres tienen una cámara oscura, del estilo de la que (según se cree) usaba Vermeer para pintar sus cuadros, en la que proyectan la imagen de la ciudad desde allí; pero, desgraciadamente, llegamos tarde para verla. Al loro con los horarios: a partir de las 17h empiezan a cerrar cosas, incluso en verano. Hay que ir pronto a los sitios.
Bajamos del castillo a pie y, puesto que desde el desayuno sólo llevábamos un bocata en el cuerpo, empezamos a pensar en la cena. Miramos nuestra guía y descubrimos que casi todos los restaurantes que nos hacían gracia cerraban en domingo. Al final nos decidimos por uno un poco lejano, pero al que podíamos llegar atravesando el barrio de Alfama. Que, según nuestra guía, era "el único barrio de Lisboa que había sobrevivido al terremoto de 1755 y a la Exposición Universal de 1998".
Para quien no lo sepa, en 1755 tuvo lugar en Lisboa el que tal vez sea el peor terremoto conocido de la Historia de la Humanidad. Naturalmente, entonces no había sismógrafos, pero por sus efectos se le calcula una intensidad cercana a 9,5 en la escala de Richter. Una burrada. Sus efectos aún se ven en casi todos los monumentos.
El caso es que cruzamos Alfama y, la verdad, no estamos muy seguros de que el hecho de que siga en pie sea una gran noticia. Es el típico barrio cutre y viejo que hay en el centro de muchas ciudades, en el que no pondrías el pie de noche ni loco.
Para rematar el viaje llegamos al lugar donde estaba nuestro restaurante. Lo localizamos tras dar muchas vueltas. No estaba cerrado por domingo, sino por cese en el negocio.
Así que nos dejamos de hostias y acabamos yendo a la Baixa, la zona cercana a la Praça do Comércio. Ahí sí, los restaurantes estaban cerrados por ser domingo. Pero al final descubrimos uno abierto. De turistas, pero ya nos valía todo. El caso es que nos dieron bastante bien, fueron amables y no nos cobraron mucho.
Una nota sobre los restaurantes: lo que sacan para picar al principio, lo cobran. Pero sólo si te lo comes. Si no, no. No es que te intenten colar cosas; allí es costumbre poner los entrantes sobre la mesa, en vez de sólo en la carta. Siempre es buena idea informarse sobre las costumbres locales y actuar en consecuencia, sin enfadarse porque no sean las nuestras.
Y ya con la tripa llena volvimos al hotel. El camino de vuelta desde el metro fue peor que el de ida, porque tocaba cuesta arriba. Así que llegamos a la habitación un tanto desanimados y decididos a hacer algo para arreglarlo al día siguiente. En vez de pasarlo entero en Lisboa, nos iríamos a las localidades costeras, Cascais y Estoril.
02 agosto 2007
22/07 Évora y Lisboa
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1 comentario:
Cuidado con Lisboa niños, porque tiene perlas que son maravillosas pero hay que saber donde están, si no puedes caer en el horrorrrrr, os lo dice papá que vivió en aquellas tierras.
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