Después de unos días, creo que ya estoy preparado para contaros la traumática experiencia que supuso la final de la Copa del Rey de fumbo que jugaron el Zaragoza y el Espanyol el pasado día 12 de abril. Miércoles santo, qué apropiado.
Para quienes no estéis muy puestos en el tema, este año el Zaragoza era el favorito. No en vano había eliminado, por este orden, al Atlético de Madrid, el Barcelona y el Real Madrid; a estos dos últimos con sendas goleadas, además. Por ello, en Zaragoza había bastante euforia. Mi padre era uno de los pocos que no la compartía. Decía que las dos últimas finales (contra el Celta y el propio Real Madrid) se habían ganado contra pronóstico, pero no se fiaba de ésta. Qué razón tenía.
La final era en el Bernabéu, así que mis amigos de Zaragoza empezaron a hablar de comprar entradas y venirse a verla al campo. A mí me venía muy bien, claro, sin moverme de casa. Pero bueno, entre que las entradas eran caras, a uno no le venía bien, otro tenía la rodilla jodida y no le apetecía moverse mucho... el caso es que parecía que lo íbamos a dejar. Quedábamos todos juntos en casa de alguno y listo.
Pero a última hora, uno de mis amigos consiguió que un cliente le regalara cuatro entradas de tribuna, conque para la final que fuimos Tranquilino, su mujer, Rata (cuya rodilla se curó milagrosamente al saber que la entrada era gratis) y yo. Gratis y con buenas entradas, oiga, ¿qué más se puede pedir?
Tranqui y su señora se iban a quedar con unos parientes de ella por las afueras de Madrid, mientras que el Rata se vendría a dormir a mi casa. Pues vale, oye. El caso es que vinieron el mismo miércoles y quedamos en el propio campo. Empezamos mal, porque a los chicos se les ocurrió venir en autobús en lugar de metro, así que me tuvieron esperando una hora junto al campo. Por suerte, me encontré con un ex-compañero del colegio al que no veía desde hacía veinte años, que también estaba esperando a otros. Es que estaba media Zaragoza por ahí. Creo que el Zaragoza había vendido 38000 entradas (entre ellas, las nuestras, claro).
Bueno, al final llegaron mis colegas, entramos y fuimos a tomar asiento. Vaya, a Tranqui, que traía las entradas, no se le había ocurrido mirar la numeración y no se había dado cuenta de que no estábamos juntos. Nada de extrañar. De todos modos, yo estaba en la fila 9, ellos dos justo delante de mí y Rata un par de sitios más allá, conque tampoco estábamos tan mal. Aunque vi que el chaval no hacía más que mirar las entradas y sus asientos con cara de empanao. Yo le preguntaba qué pasaba, pero sin ningún efecto porque el griterío en el campo era ensordecedor y no nos oíamos. Y eso que aún faltaba media hora para que empezara el partido.
Al final descubrí qué pasaba. No sólo los asientos no eran contiguos; es que los de ellos dos estaban en otra zona del campo. Conque, cuando llegaron los que sí tenían esas entradas, se tuvieron que ir. Qué bien, mis colegas a veinte metros de mí. Bueno, vería el partido con quien fuera que me tocara al lado, a ver si tenía suerte.
A mi izquierda tenía una pareja que no dejó de hacerse arrumacos durante todo el partido (no sé si se enteraron del resultado). A mí derecha, un tipo al que mi abuelo habría definido como "maduro" o "melón". Y delante de mí dos crías de unos doce años que se pegaron todo el partido haciendo sonar las bocinas.
Mi entrada estaba situada, más o menos, a la altura del borde del área grande contra la que atacaba el Espanyol. Así que pude ver perfectamente cómo, minuto y medio después de empezar el partido, nos clavaban el primero. Buen comienzo. Pues nada, a seguir animando al equipo y todo eso; lo cierto es que aún metíamos más ruido que con el 0-0. El Zaragoza atacaba mucho y, finalmente, consiguió el empate. Empate que duró unos dos minutos antes de que el Espanyol metiera el 2-1. Jooooooderrrr.
A estas alturas de partido había empezado a tener un dolor de cabeza terrible. Como si alguien me estuviera clavando un clavo junto al occipital. Las chicas de delante cada vez hacían sonar sus bocinas con más fuerza, para ayudar a mi dolor. A mí me jodían vivo, pero mi dolor de cabeza crecía fuerte y vigoroso.
El maduro de al lado cada vez se quejaba y pontificaba más. Para que veáis a qué me refiero. En la segunda parte, cuando el Zaragoza atacaba donde estábamos nosotros, iban a sacar un córner. Se colocaron todos los jugadores y el maduro, poco a poco, se levantó de su asiento, se inclinó hacia adelante y empezó a agitar el dedo lentamente, con el brazo extendido. Después de unos segundos así, empezó a decir: "¡No! ¡No! ¡No!" Y luego: "¡Mal! ¡Mal! ¡Mal! ¡Muy mal!". En fin, así todo el partido.
Vale, abreviaré. Perdimos 4-1, la cabeza me dolía terriblemente. Así que mis ganas de juerga no existían y yo quería irme a casa. Por suerte, mis amigos también. Pero, oh, había que pasar por el culo del mundo para recoger las cosas de Rata. En fin, que a la una y media de la mañana estábamos perdidos por los confines de Madrid, intentando buscar un taxi y jodidos de frío. Aunque, al menos, de los dos el que no estaba cojo era yo. Qué noche tan maravillosa.
29 abril 2006
La final de Copa
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