21 abril 2003

He estado leyendo el blog de C... (casi todo el mundo pone sólo las iniciales de los demás en sus blogs, así que voy a hacer lo mismo; seguro que nadie adivina quién puede tener un nombre que empiece por C y luego tenga unos puntos suspensivos) y he pensado en cómo se pierde el trabajo de la gente. Este fin de semana ojeaba una entrevista a un jefazo de Hewlett-Packard (creo) que hablaba de cómo la "movilidad profesional" era una ventaja de la vida actual. El salto de trabajo en trabajo sin comprometerse en ninguno. Aunque, siguiendo el ejemplo del profesor Barea ese que "asesoraba" al PP hace unos años, él llevaba en el mismo 17 años.

Yo estuve viviendo desde que tenía cinco años en una casa con el mismo portero, el Señor Ángel. Era un portero a la antigua usanza, de los que se dedicaban a su trabajo. Y lo mismo su mujer, la Señora Pilar. Entre los dos tenían la casa perfectamente atendida, y eso que eran tres escaleras y la mitad del jardín. Siempre estaban dispuestos a ayudar a cualquier vecino que necesitase lo que fuera. Yo mismo estuve muchas veces en su casa por las tardes cuando salía del colegio si mis padres tenían algo que hacer por la tarde y no podían estar en casa. Y podría rellenar páginas con todas las cosas que hicieron por la comunidad sin tener ninguna obligación, sólo porque les gustaba su trabajo.

Como sus dos hijas ya estaban casadas y ellos no habían hecho mucho gasto en su vida, cuando el Señor Ángel cumplió 60 años decidió jubilarse, después de dedicar casi 25 a la casa. Mis padres pensaron entonces en pedir uno de los salones parroquiales para organizarles una fiesta de despedida. Una merienda a la que acudieran los vecinos para decirles adiós después de tantos años de dedicación.

Nadie más quiso participar. Incluso hubo quien dijo que para qué había que hacerles nada si sólo habían cumplido con su obligación. No soy rencoroso, pero no he vuelto a dirigir la palabra a la persona que dijo eso. Así que nuestros porteros se fueron entre la indiferencia del vecindario.

Desde que me vine a vivir a Madrid no he vuelto a verles, aunque sí me crucé con ellos varias veces mientras aún vivía en Zaragoza. Tan encantadores como siempre, qué tal estás, sabes que hemos tenido otro nieto. Verles tan felices y ver la cara de vinagre de algunos de los vecinos que les desdeñaron me hacía pensar que, a veces, la vida es justa.

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